Por entre sus pestañas anegadas,
María miró distraída a su hermana Isabella que confortadora, le palmeaba el
brazo. Pensó vagamente que no era la primera vez que oía aquella exhortación al
valor. En verdad la había oído en muchas, demasiadas ocasiones a lo largo de su
vida. Dramáticas unas, cotidianas otras.
-¡Forza Mariucha!- había susurrado su madre cuando ella rehusaba
desprenderse del cuello de la nonna
Antonia, allá en la aldea. La aldea, olvidado paraíso de antes de la guerra y
convertida ahora en árido campo sembrado de despojos, había impulsado a sus
padres a emigrar a Argentina. Los abuelos, demasiado viejos y cansados para
emprender la azarosa aventura de fare l’América,
quedaban atrás; aferrado a la esperanza de ver renacer su destruida Italia.
La nueva tierra era áspera y
dura. Costaba mucho sudor arrancarle rojas manzanas y las doradas peras que
enviaban a Buenos Aires en tren.
-¡Forza figlia!- diría su padre mientras forcejeaban para desatar del
barroso camino el carro tirado por caballos en el que llevaban las frutas a la
estación del ferrocarril. Y María apelaba a sus reservas de resistencia y de
coraje para sortear ese obstáculo, así como muchos otros. La ardua labor de
segar la alfalfa a guadañazos, la de carpir la tierra al rayo del sol, la de
cosechar, cuando la temperatura y la humedad entre el monte frutal le hacía
correr ríos de sudor por entre los omóplatos.
Luego conoció a Renato,
inmigrante igual que ella. No era una casualidad claro, porque en la colonia
recién formada todos lo eran, y la gran mayoría se visitaban entre sí. Por
cierto no todo era trabajo y sacrificio. Las fiestas familiares solían reunir
hasta cuatrocientas personas. Aquí los colonos reducían alarmantemente sus
provisiones de vino casero, sidra, pollos, lechones, patos y pavos. Después bailaban.
La primera vez que María danzó
entre los brazos de Renato supo que él era su hombre. Y en apariencia también
él la reconoció como la mujer que le estaba destinada, porque inmediatamente
inició un cortejo formal que terminó en boda al cabo de pocos meses. En adelante
María viviría en la casa de sus suegros hasta tanto éstos fallecieran y la
propiedad familiar se dividiera entre Renato y su único hermano.
Pero el día del casamiento él no
quiso llevarla allí. En cambio condujo el carruaje hasta la orilla del río y se
detuvo bajo unos árboles.
La ayudó a descender y
permanecieron un momento escuchando el silencio, quebrado apenas por el croar
de alguna rana y el suave rumor del agua que corría. Era la primera vez que
estaban completamente solos.
-Aquí Mariucha- murmuró Renato mientras la acostaba sobre la tierna
hierba. –Nadie más que nosotros dos debe vivir este momento- declaró.
Era plenilunio y la plateada luz,
las ramas y las hojas proyectaban un encaje de sombras sobre el pasto gris y
fresco. La tibia brisa nocturna era como alas de mariposa sobre su piel
desnuda. En aquellas horas mágicas María pensó que jamás volvería a ser tan
feliz.
Pero lo fue.
Cuando nacieron sus cinco hijos,
ocasiones todas ellas en que la comadrona repitió a María aquellas palabras:
-¡Forza Mariucha! ¡Ya viene presto!
Y fue feliz cuando se pusieron
bajo riego nuevas tierras y a ellos se les concedió su propia parcela.
Y también cuando Renato compró su
primer automóvil y la sentó a ella en el asiento del pasajero como si fuera una
reina. Con más de cincuenta años cada uno, salieron de paseo cual si aún fueran
novios.
¡Ah! ¡Su querido Renato! La vida
había sido fácil a su lado. Él era algo taciturno y solía caer en malhumorados
silencios. Pero con ella siempre había tenido una ternura y una consideración especiales.
A lo largo de sus cuarenta y cinco años juntos, la había amado y respetado por
más que las penurias del diario vivir hubiesen conspirado para borrarle la
sonrisa. Habían perdido cosechas enteras en breves y feroces minutos de una
granizada, o en gélidas noches de heladas tardías de primavera. Soportando juntos
la terrible pérdida de uno de sus hijos a causa de una de las muchas enfermedades
infantiles para las que entonces no existían vacunas. Habían bregado y
batallado duramente para conseguir la prosperidad, que lograron sólo hacia el
ocaso de sus vidas.
Y ahora que la lucha se tornaba
menos necesaria y la existencia más serena, Renato se iba y la dejaba sola.
María miró descender el ataúd al fondo de la tumba.
“¿Forza Mariucha?”, pensó. “No. No más valor ni más resistencia. Los hijos
están crecidos, Renato, amor mío; y ya no me necesitan tanto. Espérame. Pronto
iré a tu lado.”
Arrojó un puñado de tierra a la
fosa y enseguida se alejó apoyada en el brazo de su hermana. La misma determinación
que la había impulsado toda su vida la sostenía ahora. Cesaría en la lucha. Y cuando
sintiera que la muerte venía, tal vez la iría a esperar en aquel lugar del río,
donde sin duda las hojas seguirían dibujando delicadas filigranas de sombras
bajo la luz de la luna, y la hierba seguiría siendo tierna y acogedora para su
cuerpo cansado.